jueves, 2 de noviembre de 2006

24 de octubre de 2006
Alegrías
Carlos Peña devoraba alegrías todas las mañanas. Fue una de las actividades que siguió realizando desde su juventud hasta un día antes de su muerte. Y si ese día no comió su dulce favorito fue porque cayó en coma. Despertó algunas horas después sólo para despedirse de la hija que lo llevó de regreso a su casa en la Ciudad de los Palacios.
Días antes, en el aeropuerto, un hombre, boleto “México-Guadalajara” en mano, se disponía a tomar el vuelo que lo llevaría a pasar sus últimos días en compañía de su descendencia tapatía. Esperaba encontrar a sus hijos, nietos y bisnietos cuando al llegar recibió la noticia de que iba a ser tatarabuelo. Fiel a su costumbre, nos saludo restregando su barba en nuestras mejillas y dejando rastros de su perfume de maderas viejas en nuestras narices...
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Una semana antes de morir, mi bisabuelo vino a visitarnos. Recibí la noticia con entusiasmo y me prometí que iría a verlo en cuanto tuviera la oportunidad. El mismo día que llegó pude saludarlo, aunque por las prisas no pude conversar con él. Me enteré que tuvo una recaída de su enfermedad, por lo cual era menester llevarlo nuevamente a México. Justo al llegar a casa de mi abuela, lugar donde solía estar durante sus visitas, me enteré que él probablemente ya estaba abordando el avión de regreso a casa.
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Nuevamente lloré su muerte. Desde el día que falleció sólo lo he hecho en dos o tres ocasiones. En la primera, cuando me dijeron que había muerto, tuve que tragarme el llanto, pues todos pensaron que pude despedirme de él. La segunda vez que lloré fue estando con Perla. Fue la primer persona que escuchó mi historia. Hoy lo hice nuevamente. Recordaba precisamente esas alegrías que tanto le gustaban, cuando la tristeza llegó a mí. Saray estaba conmigo y me abrazó como nunca antes lo había hecho nadie. Me dio su fuerza y su apoyo, y le agradezco por eso.

1 comentario:

rogelio garza dijo...

chale.
una alegría muy triste.