martes, 1 de mayo de 2007

27 de marzo de 2007
Una reflexión a propósito de un viaje a Querétaro
Uno supone que un viaje con estudiantes, sean estos de kinder o de doctorado, estará lleno de buena vibra y charla entre colegas y amigos de una misma área. Teniendo en cuenta que el recorrido será exclusivo para ellos, es decir, que no habrá personas ajenas al círculo y por lo tanto, uno no debe temer que al lado tendrá a un viejito con afecciones del corazón, al niño de sueño ligero y estridente llanto, uno asume que puede echar un buen bailongo durante el trayecto, siempre y cuando no se rompa la sagrada regla de “No molestar.”
Las dificultades comienzan cuando al camión se suben los colados, los pachecos y personas que aprovechan un viaje académico para propósitos estrictamente personales, como llevar al hijo a que lo conozca la abuelita que vive a hartos kilómetros de distancia. También son problemáticas las situaciones donde un tranquilo cotorreo se sale de control y en la siguiente caseta algunos bajan a comprar licor para consumir en el camión de la escuela y...
En fin. El chisme no importa, no lleva a ningún lado. No deja de ser anécdota sin contenido. Importa de esta perorata que en un viaje universitario uno alcanza a distinguir quienes viajan a intercambiar inquietudes académicas y quienes a conseguir las constancias que no obtuvieron a lo largo de su paso por una licenciatura.
Esa mayoría preocupada por lo académico rompió una sola regla, la del licor. La otra parte rompió todas: las de convivencia, las de “prohibido invitar personal ajeno a la universidad”, las de fumar mota y las de tolerancia. Culpables los dos, y a pesar de todo disfrute mi viaje.

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